En medio de los fracasos de los gobiernos populistas que gobiernan con impericia a la región, América Latina se debate entre dos visiones totalmente opuestas: la de mantenerse en la autocomplacencia y el victimismo, o la de finalmente oponerse con resolución a su pasado y comenzar a crear su futuro.
No es fácil. La región siempre ha padecido la indolencia, el abuso y la opresión. América Latina no ha florecido simplemente porque en cada intento le ha sido apagado su brillo, a veces por propios y otras veces por extraños, que han visto en su belleza, un valor de uso y no una esperanza reivindicadora de la historia.
Gabriel García Márquez en su inmortal libro “Cien Años de Soledad”, hablaba de la valentía del Coronel Aureliano Buendía, que se enfrentó a los atropellos de la Fruit Company, en una narrativa ficticia pero tremendamente real, con la que el colombiano describe los abusos y atropellos cometidos durante el siglo XIX y XX por parte de las trasnacionales de Estados Unidos.
Semejante lectura de nuestras circunstancias es hecha también por Mario Vargas Llosa en su extraordinario libro “Tiempos Recios”, en donde cuenta el golpe de Estado contra el liberal Jacobo Árbenz, cuyo único pecado fue querer construir un Gobierno liberal, que cobrara impuestos de manera eficiente a las grandes trasnacionales y de esa manera, modernizar a un país sediento de escuelas, de hospitales, de instituciones.
En cada instante, América Latina ha sido interrumpida por sus propios demonios. Ante ese desaliento, hemos comprado utopías baratas, ideologías mal digeridas por unos cuantos, ortodoxias que nos han llevado de fracaso en fracaso. Desde el Río Bravo hasta los Andes, hemos creído en todo, menos en nosotros mismos.
Ese afán reivindicador de mundos ajenos a nuestra realidad está lleno de estampas fatídicas: Gobiernos que inventan ficciones socialistas y Gobiernos que justifican complicidades porque manipulan palabras y conceptos como democracia. Discursos, narrativas, academicismos que no tocan el corazón de la pobreza porque no la conocen. Números que se asumen como verdades absolutas, pero que no llenan el estómago. Demagogias que derrotan a la Educación, porque a casi nadie le conviene una sociedad culta. Ficciones que acallan reclamos de respuestas que vienen de las voces quebradas y rotas de madres de desaparecidos en México; que anulan las demandas de las mujeres por justicia en las zonas más pobres de Sudamérica; que ignoran que hay niños de trece años asesinando personas porque no hay escuelas en 20 kilómetros. Ficciones que quieren voltear hacia otro lado, porque en vez de resolver problemas, es preferible aplaudirle al líder, al jefe político, al Caudillo.
Tampoco podemos ignorar que usando la discursiva de la pobreza han surgido políticos viles, que han capitalizado el dolor y el sufrimiento a su antojo. Gobiernos que hoy, reivindican heridas históricas en vez de curarlas. No explican a la historia ni de sus complejidades y matices.
Por el contrario, manipulan la desorganización del pasado, distorsionando adrede a los acontecimientos: unos, gritando que hay que exigirle disculpas a Hernán Cortés. Otros, vociferando que los pueblos originarios no existen, que antes que demandar cualquier cosa, deben aprender a votar, a creer en los mercados, a entender de globalización y de beneficios financieros.
¿Existe una alternativa real, inteligente, abierta al mundo, que, en vez de cerrarse al futuro, le aporte a su construcción? ¿Existe acaso algo más que el uso tramposo de los números, que nos permita cerrar la herida abierta durante siglos? ¿Existe acaso una manera de entender el conflicto de nuestras propias circunstancias, que permita un diálogo honesto y civilizado, para resolver lo crucial y lo imposible?
América Latina tiene un corazón, pero también tiene un cerebro. Sí, tenemos profesionistas que están desarrollando tecnologías innovadoras en industrias nuevas. Sí, tenemos mujeres valientes que están apropiándose de espacios en empresa y política. Sí, tenemos científicos que están revolucionando a la Genética y al Espacio. Sí, tenemos emprendedores que están resolviendo el problema del hambre, porque entendieron que los pueblos originarios ya lo habían hecho. Sí, tenemos artistas que crean poesía y teatro, pintura y música, porque son los herederos de Goya, de Cervantes, de Sor Juana.
Hay una generación entera que no se ha casado con las utopías intoxicadas de los extremos. Hay una generación que ha leído su historia y que ha contrastado las diferentes versiones de esa historia. Una generación que no le teme a defender a sus países en inglés, alemán, francés o sueco, pero que también se llena de orgullo por aprender un dialecto nativo.
Sí, América Latina tiene una generación nueva, una que ha firmado un manifiesto consigo misma: somos responsables de entender, pero, sobre todo, de cambiar. Somos responsables de afirmar que el pasado no se olvida pero que no se puede construir en él. Que apelar al ayer es construir en arenas movedizas. Una generación que entiende que los números no están peleados con la política, pero tampoco que son lo más importante. Una generación en pocas palabras, que prefiere construir futuro a estancarse en el pasado.
En medio de la polarización política, esta generación está tomando la voz. No le tiene miedo a entender estructuras de mercado ni al cálculo de utilidades financieras. No le tiene tampoco temor a llenarse las manos de lodo para construir casas ecológicas. Habla lo mismo de poesía como de informática. Mientras los Partidos Políticos la ignoran, esta generación está estudiando al mundo y a la vez, modificándolo.
Chile es el ejemplo más claro de que no puede existir un mercado libre sin democracia, pues solo produce un pacto político sin sentido social, en donde las cifras se presumen, pero las injusticias se sufren. El giro que dio a su propia historia, debe ser un ejemplo para todos. Su capacidad de apropiarse de su historia vino, sin embargo, de una extremadamente dura dosis de sufrimiento social provocada por una dictadura de derecha, que no permitió el avance democrático porque no toleraba las voces disidentes.
En medio del caos que vivimos, esta generación está preparándose para esgrimir ideas en beneficio de una sociedad que exige respuestas reales y no solamente programas de gobierno simulados. Hay, en medio de todo el agravio, un afán de curar, una intención de conversar sobre lo que duele, pero con la mesura exacta para conciliar antagonismos.
Esta generación está más allá de extremismos. La mueve la inteligencia, el amor profundo a una América Latina mejor.